I. La situación económica y la estructura social de alemania
Examinemos brevemente la situación de Alemania al principio del siglo XVI.
La industria alemana había adquirido notable desarrollo en los siglos XIV y XV, los gremios de las ciudades habían substituido la industria feudal del Campo que no tenía más que una importancia local; producían para un círculo más amplio e incluso para mercados lejanos. El arte de tejer paños gruesos y tejas de lino se había generalizado y en Augsburgo se elaboraban hasta paños y telas de mayor finura. Al lado de los telares había crecido aquella industria vecina del arte que hallaba su sostén en el lujo eclesiástico y secular de fines de la Edad Media: la de los plateros, joyeros, escultores, tallistas, grabadores, armeros, medallistas, torneros, etc.
Una serie de inventos más o menos importantes, entre los que los más brillantes fueron el de la pólvora y el de la imprenta, había contribuido al aumento de la producción. Con la industria se desarrollaba el comercio. Gracias al monopolio secular de la navegación ejercido por la Liga hanseática, toda la Alemania del norte había logrado emanciparse de la barbarie medieval; si bien tuvo que retroceder desde fines del siglo XV ante la competencia de los ingleses y holandeses; la gran vía comercial de la India al norte seguía atravesando Alemania. A pesar de los descubrimientos de Vasco de Gama aún era Augsburgo el gran emporio de las telas de seda italianas, de las especies indias y de todos los productos del Oriente. Las ciudades del sur, principalmente Augsburgo y Nuremberg, ostentaban una riqueza y un lujo considerable por entonces.
También en la producción de materias primas se habían realizado grandes progresos. En el siglo XV los mineros alemanes tenían fama de ser los más hábiles del mundo, y el florecimiento de las ciudades había sacado a la agricultura de su primitiva torpeza medieval. Se habían roturado grandes extensiones de terreno, se criaban plantas tintóreas y otras plantas importadas cuyo cultivo diligente surtió buen efecto sobre la agricultura en general.
Sin embargo el aumento de la producción nacional de Alemania no había podido alcanzar el nivel de otros países. La agricultura era muy inferior a la de Inglaterra y Países Bajos, la industria a la de Italia, Flandes e Inglaterra: la competencia de los navegantes ingleses y sobre todo holandeses empezaba a hacer sentir sus efectos. La población era todavía muy escasa. En Alemania la civilización no existía más que en estado esporádico, agrupada en derredor de algunos centros industriales y comerciales; los intereses de estos centros eran divergentes, faltaban los puntos de contacto. El sur tenía vías de comunicación y mercados, muy diferentes de los del norte; el este y el oeste apenas comunicaban. Ninguna de las ciudades hubiera podido llegar a ser el centro económico del país como ya lo era Londres en Inglaterra. El tráfico interior disponía tan solo de la navegación costera y fluvial y de unas cuantas vías comerciales que de Augsburgo y Nuremberg iban por Colonia a los Países Bajos y por Erfurt hacia el norte. Al lado de los ríos y carreteras había un gran numero de pequeñas ciudades que excluidas de las grandes comunicaciones seguían vegetando en las condiciones de villa de la Edad Media, sin consumir mercancías de fuera y sin exportar sus productos. Entre la población rural solo la aristocracia tenia algún conocimiento del mundo exterior y de las nuevas costum-bres y necesidades, la masa campesina no poseía más que relaciones puramente locales y tenía, por consiguiente, un horizonte bastante limitado.
Mientras en Francia e Inglaterra el desarrollo del comercio y de la industria tuvo como consecuencia la creación de intereses generales en el país entero y con esto la centralización política, Alemania no paso de la agrupación de intereses por provincias, alrededor de centros puramente locales que llevó aneja la fragmen-tación política, esta fragmentación que luego se estabilizó por la exclusión de Alemania del comercio mundial. A medida que decaía el imperio puramente feudal, se descompuso la unión de los países y los grandes vasallos se transformaron en príncipes casi independientes. Las ciudades libres, los caballeros del imperio formaron alianzas y guerreaban entre si o contra los príncipes y el emperador. El poder imperial empezó a dudar de su propia misión y vacilaba entre los diferentes elementos constitutivos del imperio, perdiendo paulatinamente toda su autoridad; su intento de centralización a la manera de Luis XI[1]por mucha intriga y violencia que empleasen, no pudo más que salvar la unidad de los dominios imperiales de Austria. Los que salieron ganando con esta confusión, en este sinnúmero de conflictos contradictorios, fueron los representantes de la centralización dentro de la fragmentación, es decir, los partidarios de la centralización local y provincial: los príncipes, en comparación con los cuales el mismo emperador no era ya sino otro príncipe más.
En estas circunstancias la situación de las clases sociales de la Edad Media había cambiado por completo y nuevas clases se habían formado al lado de las antiguas.
Los príncipes habían salido de la alta nobleza. Eran casi independientes del emperador y disfrutaban todos los derechos de soberanía. Declaraban la guerra y concluían la paz a su antojo. Entretenían ejércitos permanentes, convocaban las dietas, decretaban los impuestos. Mandaban ya sobre una parte de la pequeña nobleza y de las ciudades y se valían de todos los medios para incorporarse las restantes ciudades y baronías que aun dependían del imperio. Frente a estos obraron como centralistas, mostrándose anticentralistas frente al poder imperial. Sus métodos de gobierno eran bastante autoritarios. No convocaban los estados sino cuando ya no les quedaba otra Salida. Decretaban impuestos y negociaban empréstitos; raras veces reconocieron el derecho de los estados a aprobar los impuestos y aun menos dejaban que se ejerciese. Aun así el príncipe casi siempre obtenía la mayoría gracias al apoyo de los dos estados que, libres de tributos, disfrutaban del producto de los impuestos: los caballeros y los prelados. Las necesidades de los príncipes aumentaban con el lujo y la importancia de la vida cortesana, con los ejércitos permanentes y con los crecientes gastos de gobierno. La carga tributaria se hizo cada vez más abrumadora. Una gran parte de las ciudades estaban protegidas por sus privilegios; y toda la carga recaía de lleno sobre los campesinos, tanto sobre los dominiales de los propios soberanos como sobre los siervos de sus caballeros. Cuando no bastaba la imposición directa se añadió la indirecta; recurrieron a las maniobras más ingeniosas del arte financiero para llenar los vacíos del erario. Cuando ya no quedaba otro camino, habiendo empeñado lo que era posible empeñar, cuando todas las ciudades libres se negaban a conceder más crédito, los príncipes procedían a operaciones monetarias de las mas sucias; acuñaban moneda mala e imponían un curso forzado, alto o bajo, según convenía al fisco. El trafico con toda clase de privilegios, que se anulaban después de vendidos para volver a venderlos más caros. El aprovechamiento de todo intento de oposición como pretexto para toda clase de incendios y saqueos, etcétera, constituían otras tantas fuentes de ingreso seguras y cómodas para los príncipes de aquella época. También la justicia era un negocio permanente y muy lucrativo. Los súbditos de entonces, que además de todo esto tenían que satisfacer la codicia personal de los corregidores y funcionarios de los príncipes, gozaban de todos los beneficios de aquel sistema de gobierno “paternal”.
La nobleza media había desaparecido por completo de la jerarquía feudal de la Edad Media; sus representantes, si no habían conquistado la independencia de los pequeños príncipes, habían tenido que engrosar las filas de la pequeña nobleza. La pequeña nobleza, los caballeros, decaían rápidamente. Una gran parte estaba ya completamente empobrecida. Sus miembros vivían al servicio de los príncipes como funcionarios civiles o militares; otros subsistían como vasallos sometidos a los príncipes y sólo una minoría dependía directamente del poder imperial. El desarrollo de la técnica militar, la importancia creciente de la infantería, el perfeccionamiento de las armas de fuego aniquilaron su poder guerrero reduciendo la eficacia de la caballería pesada y acabando con la fortaleza inexpugnable de sus castillos. El progreso de la industria hacia inútiles a los caballeros, lo mismo que a los artesanos de Nuremberg. Sus pretensiones y necesidades económicas contribuyeron a su ruina. El lujo que en sus castillos reinaba, la suntuosidad de los torneos y fiestas, el precio de las armas y caballos aumentaban con los progresos de la civilización, mientras que los ingresos de los caballeros y barones apenas variaron. Andando el tiempo las guerrillas seguidas del indispensable saqueo e incendio, los asaltos y otras ocupaciones aristocráticas se hicieron demasiado peligrosas. Las contribuciones y servicios de los súbditos no producían más que antes. Para cubrir sus gastos crecientes los señores tuvieron que recurrir a los mismos expedientes que los príncipes. La opresión que ejercía la nobleza crecía de año en año. Los siervos eran explotados hasta la última gota de sangre, los nobles se valían de todos los pretextos para imponer nuevos tributos y servicios a sus vasallos. En contra de todo lo estipulado aumentaban la servidumbre personal, los pechos, censos, laudemios, derechos en caso de muerte, tributos de domicilio, etc. Se negaba o se vendía la justicia y cuando los caballeros no podían de este modo hacerse con el dinero de los campesinos, los echaban sin más ni más al calabozo exigiéndoles un rescate.
Las demás clases tampoco simpatizaban con la pequeña nobleza. Los nobles sujetos a vasallaje querían depender directamente del imperio mientras la nobleza independiente buscaba conservar su libertad. Menudeaban los litigios con los príncipes. El clero, cargado de riquezas, parecía a los caballeros una clase inútil; le envidiaban su enorme cantidad de bienes, sus tesoros acumulados gracias al celibato y a la constitución eclesiástica. Peleaban continuamente con las ciudades; les adeudaban dinero y se sostenían saqueando su territorio, despojando a sus mercaderes y exigiendo rescate a los prisioneros. La lucha de la nobleza contra todas estas clases tomó mayor violencia a medida que sus apuros financieros se hicieron más apremiantes.
El clero como representante ideológico del feudalismo medieval sufrió a su vez las consecuencias del camino histórico. La imprenta y las necesidades de un comercio mas intenso habían acabado con su monopolio del leer y escribir e incluso con el de la instrucción superior. También en el terreno intelectual se produjo la división del trabajo. Los juristas —oficio recién creado— quitaron al clero una serie de posiciones de gran importancia. La mayor parte de éste se hizo inútil y lo reconoció y demostró con su pereza e ignorancia creciente. Pero al par que su inutilidad creció el número de clérigos atraídos por las enormes riquezas de la Iglesia, que aumentaban continuamente gracias a toda suerte de maniobras.
El clero se componía de dos clases completamente distintas. Su jerarquía feudal formaba la aristocracia de los obispos, arzobispos, abates, priores y demás prelados. Estos altos dignatarios de la Iglesia cuando no eran al mismo tiempo príncipes del imperio dominaban como señores feudales bajo la soberanía de otros príncipes grandes territorios con numerosos siervos y vasallos. No sólo explotaban a sus súbditos con tanta y más saña que la nobleza y los príncipes, sino que obraban de manera aun más desvergonzada. A la violencia añadieron todas las sutilezas de la religión, al horror de las torturas, los horrores de la excomunión, valiéndose de todas las intrigas del confesionario para arrancar a los súbditos hasta el último pfenning y aumentar la parte de la Iglesia en las herencias. La falsificación de documentos era el medio preferido que empleaban estos dignos hombres en sus estafas. Pero a pesar de percibir el diezmo además de los derechos feudales y censos corrientes no les bastaban todos estos ingresos. Para arrancar más tributos al pueblo recurrieron a la fabricación de imágenes y reliquias milagrosas, a la comercialización de las peregrinaciones, a la venta de bulas, lo que con bastante éxito consiguieron durante algún tiempo.
En estos prelados y en su numerosa policía de monjes fortalecida por las numerosas campañas de excitación política y religiosa, se objetivó la ira popular así como el odio de la nobleza. Cuando eran soberanos independientes su presencia molestaba a los príncipes. La vida alegre de los ventripotentes obispos y abades y de su ejército de frailes despertaba la envidia de la nobleza y la indignación del pueblo que tenia que soportar los gastos; tanto mayor era esta indignación cuanto más la vida de estos señores estaba en contradicción manifiesta con sus predicaciones.
Los predicadores del campo y de las ciudades constituían la fracción plebeya del clero. Se hallaban al margen de la jerarquía feudal de la Iglesia y estaban excluidos del goce de sus riquezas. Su trabajo estaba menos controlado y —a pesar de su importancia para la Iglesia— era menos indispensable en aquel momento que los servicios policíacos de los monjes acuartelados. Eran, por lo tanto, bastante peor pagados; en su mayoría con prebendas exiguas. Gracias a su origen burgués o plebeyo habían conservado contacto con las masas y el conocimiento de sus condiciones de vida, a pesar de su oficio, les hacia simpatizar con la causa burguesa y plebeya. Los monjes, salvo contadas excepciones, no tomaron parte en los movimientos de la época; aquellos en cambio les dieron teóricos e ideólogos y no pocos murieron en el cadalso. El odio popular hacia los frailes raras veces se volvía contra ellos.
Si el emperador era el jefe de los príncipes y de la nobleza, el papa lo era de todos los curas. El emperador cobraba el “pfenning común”, los impuestos imperiales; el papa, los impuestos eclesiásticos con los que subvenía a los gastos de la suntuosa corte romana. En ningún país estos impuestos se recaudaban tan escrupulosamente y con tanta severidad como en Alemania gracias al número y a la influencia de los frailes.
Se mostraba un interés especial en cobrar las anatas[2] al traspasar un obispado. Con las necesidades crecientes se encontraron nuevos medios para sacar dinero: el comercio de reliquias, de absoluciones, la organización de jubileos, etc. Todos los años grandes sumas de dinero salían de Alemania camino de Roma: la opresión creciente impulsó el odio contra los frailes, despertando el sentimiento patriótico, sobre todo de la nobleza, que era la clase más nacional. Al iniciarse el florecimiento comercial e industrial los habitantes de las primitivas ciudades medievales se habían dividido en tres ramas enteramente distintas.
Las familias patricias, los llamados “honorables” mandaban en las ciudades. Eran los más ricos. Ellos solos formaban el ayuntamiento y desempeñaban los cargos públicos. No se contentaron, pues, con administrar los caudales públicos, sino que los consumían.
Fuertes por su riqueza y por su condición aristocrática reconocida desde antiguo por el imperial podían despojar a sus conciudadanos como a los campesinos que dependían de la ciudad. Practicaban el acaparamiento del trigo y la usura apropiándose toda clase de monopolios y paulatinamente llegaron a privar a la comunidad de todos sus derechos sobre los montes municipales, explotándolos en su propio provecho; imponían arbitrariamente nuevos peajes y portazgos y traficaban con los privilegios corporativos y derechos de maestría y de ciudadanía, vendiendo la justicia. A los campesinos que vivian bajo su jurisdicción los trataban peor que la misma nobleza y los curas; los corregidores y funcionarios patricios en las aldeas añadieron a la dureza y a la codicia de los aristócratas cierta pedantería y rigor burocrático en la recaudación. La hacienda municipal así unida era administrada con suma arbitrariedad; la contabilidad era de pura fórmula y llevada a cabo con el mayor descuido y confusión posibles; las malversaciones eran frecuentísimas. La facilidad con que una casta fortalecida por sus privilegios y vinculada por el parentesco y el interés pudo enriquecerse con los caudales públicos se comprende cuando se tienen en cuenta las numerosas defraudaciones que reveló el año 1848.
Los patricios habían procurado desvanecer los derechos de la comunidad, sobre todo en lo que tocaba a la hacienda. Más tarde, cuando las estafas de estos señores se hicieron intolerables, las comunidades se movilizaron por fin para reconquistar el control sobre la administración municipal, lo que efectivamente lograron en las demás ciudades. Pero gracias a las constantes luchas entre las corporaciones, gracias a la obstinación de los patricios y a la protección que hallaron cerca del poder imperial y en los gobiernos de las ciudades amigas, los concejales patricios pudieron muy pronto restaurar su régimen, ya por astucia, ya por violencia. Al principio del siglo XVI las comunidades se hallaban otra vez en la oposición.
Esta se dividía en dos ramas que se manifiestan claramente en la guerra campesina.
La oposición burguesa, precursora del liberalismo de nuestros días abarcaba a los burgueses ricos y medios como también a una parte de la pequeña burguesía que, según las circunstancias locales, era más o menos numerosa.
Sus reivindicaciones no rebasaban lo estrictamente constitucional. Pedían el control de la administración municipal y una representación en el poder legislativo por medio de la asamblea comunal o de la representación municipal (ayuntamiento, comisión gestora) querían limitar el favoritismo practicado con creciente desenfado por unas familias patricias en perjuicio del mismo patriciado. A lo sumo reivindicaban algunas concejalías para sus hombres de confianza. Este partido, reforzado de vez en cuando por la fracción descontenta de los patricios venidos a menos, tenía una mayoría abrumadora en todas las asambleas comunales ordinarias y en las corporaciones.
Los partidarios del ayuntamiento junto a la oposición radical no constituían más que una ínfima minoría de la verdadera burguesía.
Veremos como en el movimiento del siglo XVI esta oposición “moderada”, “legal” de gente “acomodada” e “inteligente” desempeña el mismo papel con igual resultado que su heredero, el partido constitucional en 1848 y 1849.
Esta oposición burguesa polemizaba violentamente contra los frailes cuyas costumbres disolutas la escandalizaban. Exigía medidas contra la vida escandalosa de estos dignos hombres. Quería acabar con la jurisdicción propia y la exención tributaria de los curas y pedía la restricción del número de monjas.
La oposición plebeya se componía de burgueses venidos a menos y de una multitud de vecinos excluidos del derecho de ciudadanía: oficiales, jornaleros y los numerosos brotes del lumpenproletariat[3] que se encuentran hasta en las etapas inferiores del desarrollo urbano. El lumpenproletariado en sus formas más o menos desarrolladas es un fenómeno común a todas las etapas de la civilización. En aquel tiempo el número de gentes sin profesión definida ni residencia fija estaba en aumento, pues al descomponerse el feudalismo aún reinaba una sociedad que dificultaba el acceso a todas las profesiones y esferas de actividad con un sinnúmero de privilegios. En los países civilizados jamás el número de vagos había sido mayor que en la primera mitad del siglo XVI. Un parte de estos vagabundos se alistaba en el ejercito en tiempos de guerra otros pedían limosna por las carreteras los restantes se ganaban su vida mísera realizando trabajos como jornaleros y en otros oficios que no estaban reglamentados por los gremios. Estas tres partes intervinieron en la guerra campesina: la primera en los ejércitos de los príncipes que aniquilaron a los campesinos, la segunda en las conjuraciones y en los grupos de campesinos armadas donde su influencia desmoralizadora se manifiesta en cada momento, la tercera en las luchas entre partidos en el interior de las ciudades. Por lo demás no se debe olvidar que una gran parte de esta clase y sobre todo los que vivían en las ciudades habían guardado un fondo de robustez campesina y se hallaban muy lejos de la venalidad y degeneración de nuestro lumpenproletariado civilizado.
Se ha visto que la oposición plebeya en las ciudades reunía los elementos más diversos. Al lado de los restos degeneradores de la vieja sociedad feudal y corporativa, empezó a manifestarse el elemento proletario —aun poco desarrollado— de la naciente sociedad burguesa. Unos eran compañeros de gremio empobrecidos a los que solamente el privilegio ligaba al orden vigente, otros eran campesinos desahuciados y criados despedidos que aun no podían ser proletarios. Entre ambos se hallaban los oficiales que, excluidos de la sociedad de entonces, se encontraban en una situación comparable a la del proletariado actual, teniendo en cuenta la diferencia entre la industria de hoy y la regida por el privilegio gremial. Pero al mismo tiempo y en virtud de este privilegio casi todos se consideraban como los futuros maestros burgueses. La posición política de esta mezcla de elementos habla de ser muy vacilante, variando según el lugar. Antes de la guerra campesina la oposición plebeya no toma parte en las luchas políticas como un partido autónomo. Aparece como un apéndice de la oposición burguesa, como un tropel de alborotadores aficionados al pillaje, cuya actuación o silencio se compra con algunas tubas de vino. Durante las insurrecciones campesinas por fin se forma un partido, pero entonces depende de los campesinos en sus reivindicaciones y en su actuación, lo que muestra hasta que punto la ciudad aun dependía del campo. Cuando actúa en su propio nombre lo hace para pedir la creación en el campo del monopolio industrial de la ciudad se opone a toda disminución de los ingresos de la municipalidad, por la abolición de cargas feudales en su territorio, en todo esto se muestra reaccionaria y se somete a sus propios elementos pequeño burgueses, lo que constituye un preludio característico de la tragicomedia que bajo el nombre de democracia viene representando desde hace tres años la actual pequeña burguesía.
Únicamente en Turingia, bajo la influencia directa de Münzer y en otros sitios gracias a sus discípulos, la fracción plebeya fue arrastrada por la tempestad general y el proletariado embrionario pudo momentáneamente imponerse a todos los demás elementos en lucha. Este episodio que constituye el punto culminante de la guerra campesina, simbolizado por la figura más gloriosa, Tomas Münzer, es también el más corto. Se comprende el pronto fracaso de este movimiento, las formas algo fantásticas que revistió, lo impreciso de sus reivindicaciones: no pudo encontrar una base firme en aquella época.
Todas estas clases, excepto la última oprimían a la gran masa de la nación: los campesinos. El campesino soportaba el peso integro de todo el edificio social: príncipes, funcionarios, nobleza, frailes, patricios y burgueses. El príncipe como el barón, el monasterio como la ciudad, todos le trataban como mero objeto, peor que a las bestias de carga. Como siervo, estaba entregado a su señor atado de pies y manos. Siendo vasallo, los servicios a que le obligaba la ley y el contrato eran ya suficientes para aplastarlo; pero todavía se las aumentaban continuamente. Durante la mayor parte del tiempo, debía trabajar en las fincas del señor; con lo que ganaba en sus ratos libres tenia que pagar los diezmos, censos, pechos[4], tributos de guerra e impuestos regional e imperial. No podía casarse ni morir sin que cobrase algo su señor. Además de los servicios regulares, tenia que recoger paja, fresas, bayas, conchas de caracol, ayudar en la caza, cortar leña. etc., todo para el señor. La pesca y la caza pertenecían al señor; el campesino tenía que callar y resignarse mientras que la caza del amo destruía su cosecha. Los señores se habían apropiado de casi todos los montes comunales, pertenecientes a los campesinos. Lo mismo que de la propiedad, el señor disponía arbitrariamente de la persona del campesino y de la de su mujer e hijas. Tenía el derecho de pernada. Cuando quería mandaba encerrar a sus siervos en el calabozo donde los esperaba la tortura con la misma seguridad que el juez de instrucción les espera en nuestros días. Los mataba o los mandaba degollar cuando quería. No hay capítulo de aquella edificante “Carolina”[5] que trate “del desorejamiento”, “de la abscisión de narices”, “del vaciamiento de los ojos”, “de la cortadura de dedos y manos”, “de la decapitación”, “del suplicio de la rueda”, “de la hoguera”, “del atenazamiento”, “del descuartizamiento”, etc., que los señores protectores no hayan aplicado a sus campesinos. ¿Quien los iba a proteger? Los tribunales estaban compuestos por barones, frailes, patricios o juristas que no ignoraban la razón por la cual se les pagaba; pues todas las clases altas del imperio vivían de la expoliación de los campesinos.
Bajo tan intolerable opresión estas rechinaban los dientes; sin embargo era difícil decidirles a la insurrección. Su división dificultaba en extremo todo acuerdo entre ellos. La costumbre secular de la sumisión trasmitida de generación en generación y en muchas regiones la perdida del hábito de usar armas, la dureza más o menos grande de la explotación que variaba según la persona del señor, contribuyeron a mantenerlos inmóviles. Durante la Edad Media nos encontramos con una multitud de insurrecciones locales, pero —por lo menos en Alemania— antes de la guerra campesina no hubo ninguna insurrección general de todos los campesinos. Mientras se les oponía el poder organizado de los príncipes, de la nobleza y de las ciudades unidas los campesinos no fueron capaces de lanzarse a una revolución por si solos. Su única oportunidad de vencer hubiese sido mediante una alianza con otras clases; pero ¿como unirse con ellas, si todas los explotaban con igual saña?
Hemos visto que al comienzo del siglo XVI las diferentes clases del imperio, los príncipes, la nobleza, los prelados, los patricios, los burgueses, los plebeyos y los campesinos formaban una masa sumamente confusa con intereses divergentes y en todo contradictorios. Cada clase era un estorbo para la otra y se hallaba en lucha continua contra las demás. Aquella división de una nación entera en dos campos que existió en Francia al estallar la primera revolución y que hoy se manifiesta en una etapa superior en los países avanzados era completamente imposible en estas circunstancias; semejante división no se podía producir sino por la sublevación de la capa inferior de la nación, explotada por todas las demás clases: los campesinos y los plebeyos. La confusión que reinaba en los intereses, opiniones y tendencias de aquella época se comprenderá fácilmente recordando la confusión que en los últimos dos años resultó de la división actual, mucho más sencilla, de la nación alemana en aristocracia, burguesía, pequeña burguesía, campesinado y proletariado.
Notas
[1] Rey de Francia desde 1461 a 1483.
[2] Suma que se paga por un título, por lo honorífico de ciertos empleos y otras cosas. (Nota del editor.)
[3] Proletariado andrajoso.
[4] Impuesto que se pagaba al señor por los bienes que poseía el pechero, el que pagaba. (Nota del editor.)
[5] El código penal del emperador Carlos V (1519-1556).